María Dueñas
Siempre me ha gustado enredar en la cocina y lo
mismo disfrutaba experimentando con innovaciones y modernidades que
homenajeando a los pucheros de toda la vida.
Mi familia se ha desintegrado y no tengo ningún
acontecimiento memorable al que rendir honores salvo el hecho de que el calendario certifique que
tengo un año más.
Podría ser una buena ocasión para asentarme en mi
nueva vida. Una vida inesperada y no elegida, llena de ausencias e
incertidumbres. Una vida que, de pronto, casi de un día para otro, me ha
exigido reinventarme y empezar a dar tumbos inciertos. Como un niño que empieza
a andar, sólo que con cuatro décadas y media a mis espaldas. Una edad en la que
debería haber alcanzado una madurez serena, afianzada en la experiencia y la
seguridad de lo conquistado a lo largo de los años, pero que a mí, sin embargo,
me ha pillado con el paso cambiado. Con la autoestima desgarrada, la
vulnerabilidad a flor de piel y el asqueroso sabor del fracaso en la boca. Sin
expectativas, sin ilusiones. Dueño de un destino confuso y desorientado, con un
futuro tan borroso como la tinta en el agua.
A veces nos ciega la arrogancia y no somos
conscientes de lo elementales que son las cosas. Hasta que alguien nos pone
delante de los ojos la simplicidad desnuda de la realidad.
Las Nocheviejas solíamos celebrarlas con mi
familia política, algo que no volveré a repetir. Mis hijas cenarán ahora con su
madre, así que lo más probable es que yo acabe el año solo. ¡Todo un planazo!