El tiempo entre costuras

María Dueñas



Su recuerdo me asaltaba en cualquier quiebro del día y ni un solo minuto conseguía apartarlo de mi pensamiento.

Si cien veces hubiera nacido, cien veces habría vuelto a enamorarme como entonces lo hice.

No vale la pena llorar sobre la leche derramada.

Me sentía inútil, inepta para enfrentarme sola a la vida y sus envites. Incapaz de sobrevivir sin una mano que  me llevara agarrada con fuerza, sin una cabeza decidiendo por mí. Sin una presencia cercana en la que confiar y de la que depender.

De allí no las saca ni el “sursum corda”. Se suele usar este nombre para expresar que sea quien sea el que dice u ordena algo, y por muy alta que sea su posición, la opinión del que dice la frase prevalecerá.

Uno de los efectos del enamoramiento loco y obcecado es que anula los sentidos para percibir lo que acontece a tu alrededor. Corta al ras la sensibilidad, la capacidad para la percepción. Te obliga a concentrar tanto la atención en un ser único que te aísla del resto del universo, te aprisiona dentro de una coraza y te mantiene al margen de otras realidades aunque éstas transcurran a dos palmos de tu cara.

Larga y escarpada es la senda de la vida.

Cuando trabajan bien, las modistas son capaces de ganar lealtades hasta la muerte.

Lo pasado, pasado está y el tiempo jamás recula.

-¿Usted con quién está en esta guerra? -¿Yo? A muerte con quien la gane, mi alma.

Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder.

Los límites de las cosas son elásticos e imprecisos, pueden moverse, desdibujarse o diluirse hasta desaparecer como la tinta en el agua.

El amor se me había evaporado llevándose consigo mis bienes e ilusiones.

Decidí transmutarme y mi elección fue la de adoptar la apariencia de una mujer firme, solvente, vivida.

Que nadie intuyera el esfuerzo inmenso que a diario aún tenía que hacer para superar poco a poco mi tristeza.

Ahora me movía con fingido desparpajo, esforzándome por desprender a mi paso un aroma de arrogancia y savoir-faire que nadie habría imaginado apenas unas semanas atrás.

Atrás quedaba un pasado complejo, al frente se abría una magnitud de espacio desnudo que el tiempo se encargaría de ir llenando. ¿Llenando de qué? De cosas y afectos. De instantes, sensaciones y personas; llenando de vida.

La primera Nochebuena fuera del nido es muy requetejodida.

Por los presentes, por los ausentes, por los unos y los otros.

Las imágenes memorizadas, las destrezas aprendidas, los movimientos y las acciones mecánicas tantas veces repetidas en el tiempo me habían proporcionado hasta entonces la inspiración necesaria para avanzar con éxito.

Identificar su sexualidad confusa y conocer a gente como él, seres de espíritu poco convencional con anhelos de volar por libre.

Pero erré, como casi siempre se yerra cuando construimos preconcepciones a partir del frágil sustento de una simple acción o unas cuantas palabras.

No corren buenos tiempos para la lealtad y la confianza.

Olía bien: a jabón bueno, a hombre limpio.

En mi mente se cruzaron ráfagas veloces de pensamientos contrapuestos.

No hables con la boca llena, no hagas ruido al comer y no te limpies con la manga, ni te metas el tenedor hasta la campanilla, ni te bebas el vino de un trago, ni alces la copa chisteando al camarero para que te la vuelva a llenar. Usa el “por favor” y el “muchas gracias” cuando convenga, pero tan sólo musitado, sin grandes efusiones. Y ya sabes, di simplemente “encantada” por aquí y “encantada” por allá si te presentan a alguien, nada de “el gusto es mío” ni ordinarieces de ese estilo. Si te hablan de algo que no conoces o no entiendes, márcate una de tus deslumbrantes sonrisas y mantente calladita asintiendo tan sólo con la cabeza de tanto en tanto. Y cuando no tengas más remedio que hablar, acuérdate de reducir tus imposturas al mínimo minimórum, a ver si van a pillarte en alguna de ellas: una cosa es que hayas echado al aire unas cuantas mentirijillas para promocionarte como haute couturier, y otra, que te metas tú misma en la boca del lobo pavoneándote ante gente con perspicacia o caché suficiente como para cazar al vuelo tus embustes. Si algo te causa asombro o te complace enormemente, di sólo “admirable”, “impresionante” o un adjetivo similar; en ningún momento muestres tu entusiasmo con aspavientos, ni con palmadas en el muslo o frases como “talmente un milagro”, “arrea mi madre” o “me he quedao pasmá”. Si algún comentario te parece gracioso, no te rías a carcajadas enseñando las muelas del juicio ni dobles el cuerpo sujetándote la barriga. Tan sólo sonríe, pestañea y evita comentario alguno. Y no des tu opinión cuando no te la pidan, ni hagas intervenciones indiscretas del tipo “¿usted quién es, buen hombre?” o “no me diga que esa gorda es su señora”.

Egoísta, irracional, caprichoso, borracho, arrogante y déspota: imposible encontrar menos atributos positivos en una sola persona.

No faltaron ocasiones para que aquello se convirtiera en algo más. Hubo complicidad, roces y miradas, comentarios velados, estima y deseo. Hubo cercanía, hubo ternura. Pero uyo me esforcé por amarrar mis sentimientos; me negué a avanzar más y él lo aceptó.

Cuando quiera una novia, vendré a buscarte.

En mi imaginación había previsto aquel reencuentro tan ansiado como un momento de alegría sin contención. No fue así. Si hubiera que elegir una palabra para describir la estampa, sería tristeza.

Volvimos a entendernos bien, aunque ninguna era ya la fue y ambas sabíamos que frente a nosotras teníamos a dos mujeres diferentes. Nos aceptamos, nos apreciamos y, con los papeles bien definidos, nunca volvió a instalarse entre nosotras la tensión.

Se sentía solo, inmensamente solo en un entorno amargo y hostil.

Lo único  moderadamente emocionante que viví en aquellos tiempos fue alguna película y las desventuras y amoríos de los personajes de los libros que noche a noche devoraba para superar el aburrimiento.

Había extrañado tanto su presencia: aquellas llegadas intempestivas, su manera de ver las cosas desde un ángulo distinto al resto del mundo. Sus ocurrencias, sus pequeñas excentricidades, el alboroto de su locuacidad.

Lamentable, fue la única palabra que me vino a la boca al contemplar mi reflejo.

Atrás dejé el hueco de mi cuerpo entre las sábanas. El miedo no quiso quedarse, se vino conmigo.

A los dos, tan sólo, nos preocupaba el futuro.

Siempre dispuesto a cumplir tus deseos.

Qué distintos y, sin embargo, qué bien complementados.

Te juzgo porque me importas y deseo lo mejor para ti.

Se había ido sin ruido, con la misma delicadeza con la que siempre me trató.

Dejarlo todo y volver a la normalidad: sí, aquella sin duda era la mejor opción.

La normalidad se encontraba en aquello que la suerte nos ponía delante cada mañana. En el lugar hacia el que yo quisiera dirigir el rumbo o clavar los puntales de mi vida, allí estaría ella, mi normalidad.

La normalidad no era más que lo que mi propia voluntad, mi compromiso y mi palabra aceptaran que fuera y, por eso, siempre estaría conmigo. Buscarla en otro sitio o quererla recuperar del ayer no tenía el menor sentido.

El mar me trajo aquella mañana sensaciones olvidadas entre los pliegues de la memoria: la caricia de una mano querida, la firmeza de un brazo amigo, la alegría de lo compartido y el anhelo de lo deseado.

Abrí el bolso para buscar un pañuelo y una respuesta  mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Hallé lo primero; lo segundo, no.

Hice con mis miedos una bola compacta, me la tragué, y saqué a pasear la cara más fascinadora de mi falsa personalidad.

Mi naturaleza era la de los que huían; la de aquellos que ansiaban poner tierra por medio, sacudirse el polvo de las suelas y olvidar para siempre lo que dejaban atrás.

En el asiento trasero, invisible pero cercana, se instaló con nosotros una pasajera más: la suspicacia.

La suspicacia había traído el recelo y el recelo nos llevó al silencio: un silencio denso e incómodo, preñado de desconfianza. Un silencio injusto.
Aquel recuerdo nos hizo recobrar un retazo de complicidad y nos forzó a recordar que había algo que aún nos unía por encima de las mentiras y el resquemor.

De su paso por mi casa y mi cama no quedó el menor rastro visible. Ni una prenda olvidada, ni una nota de despedida: ten sólo su sabor pegado a mis entrañas.

Había llegado la hora de no seguir adelante sin tener previa consciencia del terreno que pisaba y de los riesgos que habría de afrontar al levantarme cada mañana.

Los días de volver la vista atrás habían quedado a la espalda. Tan sólo era momento de concentrarnos en el presente. De afrontarlo de cara para enfocar el futuro.

Nadie le quiso más y a él le fallaron las fuerzas: no tuvo brío para enderezar su destino, y su mente, otras veces brillante, se acabó encasquillando.

Cuando todo estaba calmado y la vida le sonreía __ volvió a recordarle que aún tenía un marido. Y le pidió que lo intentaran de nuevo. Y, contra todo pronóstico, ella aceptó.

Estaba cansado, entristecido, defraudado. De todos, con todos.

Por muy duros que fueran los tiempos, jamás se fue de su lado el optimismo con el que apuntaló todos los golpes y al que se acogió para ver siempre el mundo desde el lado por el que el sol luce con más claridad.

Tanto se implicó y con tanto empeño lo hizo que acabó hartando hasta a su sombra.