Y las montañas hablaron

Khaled Hosseini


Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de los demás.

El mundo de Padre era implacable. Nada bueno era gratis, ni siquiera el amor. Uno pagaba por todo, y si eras pobre tu moneda era el sufrimiento.

Aunque vivían en la misma casa, eran dos personas cuyos caminos parecían cruzarse sólo muy de vez en cuando.

Más que terminar, sus peleas se disolvían como lo haría una gota de tinta en un cuenco de agua, dejando tras de sí una mancha residual que se resistía a desaparecer.

… debemos mostrarnos humildes y generosos al juzgar las pasiones y anhelos ajenos.

Ahora era libre de hacer lo que quisiera, pero esa libertad se me antojaba ilusoria, pues me habían arrebatado aquello que más deseaba.

Se supone que debemos trazarnos una meta en la vida y vivirla. Pero, a veces, sólo después de de haber vivido se percata uno de que su vida tenía una meta, una que seguramente nunca se le había pasado por la cabeza. Y ahora que yo había alcanzado mi meta me sentía perdido y sin rumbo.

Vaya negocio que es la muerte. Hay que admitirlo. Siempre hay demanda.

Es de mal gusto pegar tus buenas obras en un tablón de anuncios. Lo correcto es hacerlas sin armar revuelo, con dignidad. La generosidad es algo más que firmar cheques en público.

Casi siempre, en cuestión de dos semanas, uno sabe si un matrimonio va a funcionar o no. Es asombroso que tanta gente siga encadenada al otro durante años, décadas incluso, en un prolongado y mutuo estado de autoengaño y falsas esperanzas cuando en realidad conocen la respuesta desde esas primeras semanas.

Sabes que no me gustan los perros. Carecen de autoestima. Les das patadas y siguen queriéndote. Es deprimente.

Se niega a la idea de que un padre es capaz de abandonar a sus hijos, de decirles: no tengo bastante contigo.

Habían empezado a moverse engranajes antes inactivos. Le daba la sensación de haber adquirido, de la noche a la mañana, un sexto sentido que le permitía percibir cosas que antes no veía, cosas que llevaba años teniendo en las narices. Advertía, por ejemplo, que su madre tenía secretos.

Era consciente de los principios en conflicto que una persona alberga en su interior.

Una vez que llegas a ser adulto, lo eres hasta la muerte.

Hasta quienes han sido unos miserables en vida merecen un mínimo respeto después de muertos.

Lo que empaña, lo que contamina la bondad de…, así como sus rescates y actos de valentía: el endeudamiento que los acompaña y ensombrece. Las contrapartidas, las obligaciones que impone a los demás. Su forma de usar esos actos como moneda de cambio para obtener lealtad y aprobación.

La misma soga que te salva de la inundación puede convertirse en la soga que te ciñe el cuello.

Al final todo el mundo acaba defraudando a… Nadie puede saldar su deuda con ella, no como ella espera que se haga. Su premio de consolación es la triste satisfacción de sentirse superior, libre de dictar sentencia desde el pedestal de la ventaja estratégica, puesto que siempre es ella la que ha dado más de lo que ha recibido.

Revela sus propias carencias, la angustia, el temor a la soledad, el pánico a sentirse apartada, abandonada.

Era capaz de ridiculizar las aspiraciones de cualquiera ante sus propias narices.

Las penas hay que llevarlas por dentro y no hacer alarde de ellas.

La belleza es un inmenso e inmerecido regalo que se reparte al azar, sin ton ni son.

Entro en la casa de mi infancia y me siento un poco perdido, como si leyera el final de una novela empezada y abandonada tiempo atrás.

La gente tiene una idea muy equivocada de sí misma. Creen que viven en función de lo que desean, cuando en el fondo lo que los guía es aquello que temen. Aquello que no desean.

Me has salido bueno… Has hecho que me sienta orgullosa de ti.

Es importante conocer tus raíces. Saber dónde empezaste el camino como persona. Si no lo sabes, tu vida se vuelve un poco irreal. Es como un rompecabezas. Como si te hubieras perdido el principio de la historia y ahora estuvieras en la mitad, tratando de entender qué pasa.

Si la cultura es una casa, la lengua es la llave de la puerta principal, lo que te permite acceder a todas las habitaciones. Sin ella acabas desorientado, te conviertes en alguien sin un hogar, sin una identidad legítima.

Era la clase de amor que, tarde o temprano, te acorrala y te obliga a tomar una decisión: la de liberarte o la de quedarte y soportar su rigor, aunque te oprima hasta el punto de reducirte a alguien más pequeño de cómo eres en realidad.

Cuando nos casamos, pensé que dispondríamos de mucho tiempo juntos.
Treinta años por lo menos, quizá cuarenta, o cincuenta si teníamos suerte. Pero el tiempo es como el encanto: nunca tienes tanto como crees.

Yo sólo sentía una ausencia. Un dolor vago, sin causa aparente.