Héctor Abad Faciolince
Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante por defender a mis hijos.
Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si
quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean
buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad.
¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron al
padre que quisieran tener si volvieran a nacer?
Mi acto idiota y brutal no lo había cometido por
decisión mía … sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde
que crecí les rehúyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y
manifestaciones de masas, a todas las gavillas que puedan llevarme a pensar no
como individuo sino como masa y a tomar decisiones, no por una reflexión y
evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de
pertenecer a una manada o a una banda.
Tu preocupación por la dependencia económica
prolongada me recordó mis clases de antropología, en donde he aprendido que
mientras más avanzada es una especie animal, más largo es su período de niñez y
adolescencia. Y creo que nuestra especie familiar es bastante avanzada en todo
sentido. Yo también dependí hasta los 26 años, pero nunca tuve preocupación por
ello, para hablarte francamente. Puedes estar seguro de que mientras continúes
estudiando y trabajando como tú lo haces, para nosotros tu dependencia no será
una carga sino una agradabilísima obligación que asumimos con muchísimo gusto y
orgullo.
Los padres no quieren igual a todos los hijos,
aunque lo disimulen, sino que en general quieren más, precisamente, a los hijos
que más los quieren a ellos, es decir, en el fondo, a quienes más los
necesitan.
Para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo
no le voy a ayudar.
Su ideología era un híbrido: cristiano en
religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más
débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los
abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba
la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado,
pues los pobres en el poder, al dejar de ser pobres, no eran menos déspotas y
despiadados que los ricos en el poder.
Creer o no creer no es sólo una decisión racional.
La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa
gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro
sentido, que es casi imposible de desaprender.
No creen en fantasmas o en personas poseídas por
el demonio quienes los hayan visto, sino aquellos a quienes se los hicieron
sentir y ver (aunque no los vieran) desde niños.
Hay un único motivo por el que vale la pena
perseguir algún dinero: para poder conservar y defender a toda costa la
independencia mental, sin que nadie nos pueda someter a un chantaje laboral que
nos impida ser lo que somos.
La felicidad está hecha de una sustancia tan
liviana que fácilmente se disuelve en el recuerdo, y si regresa a la memoria lo
hace con un sentimiento empalagoso que la contamina y que siempre he rechazado
por inútil, por dulzón y en las últimas por dañino para vivir el presente: la
nostalgia.
La cronología de la infancia no está hecha de
líneas sino de sobresaltos. La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos.
Nada tan incómodo como mezclar el sexo con los
padres.
La vista de los genitales de mis compañeros de
clase, y sus juegos eróticos, me excitaba, y yo llegué a pensar, con angustia,
por eso, que era marica.
… que era pronto para saberlo definitivamente, que
tenía que esperar a tener más experiencia del mundo y de las cosas, que en la adolescencia
estábamos tan cargados de hormonas que todo podía ser motivo de excitación, una
gallina, una burra, unas salamandras o unos perros acoplándose, pero que eso no
significaba que yo fuera homosexual. Y ante todo me quiso aclarar que, de ser
así, eso tampoco tendría ninguna importancia, siempre y cuando yo escogiera
aquello que me hiciera feliz, lo que mis inclinaciones más hondas me indicaran,
porque uno no debía contradecir a la naturaleza con la que hubiera nacido,
fuera la que fuera, y ser homosexual o heterosexual era lo mismo que ser
diestro o zurdo, sólo que los zurdos eran un poco menos numerosos que los
diestros, y que el único problema, aunque llevadero, que podría tener en caso
de que me definiera como homosexual, sería un poco de discriminación social, en
un medio tan obtuso como el nuestro, pero que también eso podía manejarse con
dosis parejas de indiferencia y de orgullo, de discreción y escándalo, y sobre
todo con sentido del humor, porque lo peor en la vida es no ser lo que uno es,
y esto último me lo dijo con un énfasis y un acento que le salían como de un
fondo muy hondo de su conciencia, y advirtiéndome que en todo caso lo más
grave, siempre, lo más devastador para la personalidad, eran la simulación o el
disimulo, esos males simétricos que consisten en aparentar lo que no se es o en
esconder lo que se es, recetas ambas seguras para la infelicidad y también para
el mal gusto. En todo caso, me dijo, con una sabiduría y una generosidad que
todavía le agradezco, con una tranquilidad que todavía me tranquiliza, yo debía
esperar un tiempo a tener más trato con las mujeres, a ver si con ellas no
sentía lo mismo, o más y mejor.
No le temo tampoco a mis deseos más oscuros, ni me
siento atormentado o culpable por ellos, y si he sentido después impulsos de
atracción por objetos prohibidos, como la mujer del prójimo, por ejemplo, o por
mujeres mucho menores que yo, o por las novias de mis amigos, no he vivido
estas infracciones como un tormento, sino como las peticiones tercas, pero
ciegas e inocentes en el fondo, de la máquina del cuerpo, que deben controlarse
o no, según el daño que se pueda hacer a los demás y a uno mismo, y con ese
solo criterio, más pragmático y directo que el determinado por una moral
absoluta y abstracta (la de los dogmas religiosos) que no cambia según las circunstancias,
el momento o la oportunidad, sino que es siempre idéntica a sí misma, con una
rigidez dañina para la sociedad y para el individuo.
Casi siempre pasa igual: cuando la felicidad nos
toca es cuando menos nos damos cuenta de que somos felices.
Nuestra felicidad está siempre en un equilibrio
peligroso, inestable, a punto de resbalar por un precipicio de desolación.
La muerte de un recién nacido, o la de un viejo,
duelen menos. Hay como una curva creciente en el valor de la vida humana, y la
cima, creo yo, está entre los quince y los treinta años; después la curva
empieza, lenta, otra vez a descender, hasta que a los cien años coincide con el
feto, y nos importa un pito.
Los humanos, en el dolor más hondo, podemos sentirnos
reconfortados si en la pena nos conceden una rebaja menor.
Las enfermedades incurables nos devuelven a un
estado primitivo de la mente.
… para sentir el único consuelo que se siente en
la tristeza, que es el de hundirse más en la tristeza, hasta ya no poderla
soportar.
No es la muerte la que se lleva a los que amamos.
Al contrario, los guarda y los fija en su juventud adorable. No es la muerte la
que disuelve el amor, es la vida la que disuelve el amor.
A un ateo es una ofensa que le obliguen, cuando ya
no puede decidir, a asistir a una misa de despedida, y yo no quisiera que nunca
me lo hicieran.
Nunca el enemigo, ni después de muerto, es amigo.
Creonte
No he nacido para compartir odio, sino amor.
Antígona
Ya Marco Aurelio decía que los cristiano obraban
muy mal al llegar hasta el sacrificio por una simple idea de verdad y de justicia.
Después de una gran calamidad la dimensión de los
problemas sufre un proceso de achicamiento.
Creo que hay episodios de nuestra vida privada que
son determinantes para las decisiones que tomamos en nuestra vida pública.
La compasión es, en buena medida, una cualidad de
la imaginación: consiste en la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de
imaginarse lo que sentiríamos en caso de estar padeciendo una situación
análoga.
Los despiadados carecen de imaginación literaria,
y son incapaces de ver que la vida da muchas vueltas y que el lugar del otro,
en un momento dado, lo podríamos estar ocupando nosotros: en dolor, pobreza,
opresión, injusticia, tortura.
Si me mataran por lo que hago, ¿no sería una
muerte hermosa?
Hay que tener mucha estima por sí mismo para ser
capaz de sacrificarse a sí mismo.
Un papá tan perfecto puede llegar a ser
insoportable.
Los verdaderos maestros solo llegan a ser tales al
cabo de muchos años de madurez y meditación. Que gran cantidad de
equivocaciones las que cometemos los que hemos pretendido enseñar sin haber
alcanzado todavía la madurez del espíritu y la tranquilidad de juicio que las
experiencias y los mayores conocimientos van dando al final de la vida. El mero
conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarios
el conocimiento, la sabiduría y la bondad para enseñar a otro hombres. Lo que
deberíamos hacer los que fuimos alguna vez maestros sin antes ser sabios, es
pedirles humildemente perdón a nuestros discípulos por el mal que les hicimos.
Las libertades de pensamiento y de expresión son
un derecho duramente conquistado a través de la historia por millares de seres
humanos, derecho que debemos conservar. La historia demuestra que la
conservación de este derecho requiere esfuerzos constantes, ocasionales luchas
y aun, a veces, sacrificios personales. A todo esto hemos estado dispuestos y
seguiremos dispuestos en el futuro, muchos profesores de aquí y de todos los
lugares de la tierra.
La alternativa va siendo cada vez más clara: o nos
comportamos como animales inteligentes y racionales, respetando la naturaleza y
acelerando en lo posible nuestro incipiente proceso de humanización, o la
calidad de la vida humana se deteriora. Sobre la racionalidad de los grupos
humanos empezamos algunos a tener ciertas dudas. Pero si no nos comportamos
racionalmente, sufriremos la misma suerte de algunas culturas y algunas
estúpidas especies animales, de cuyo proceso de extinción y sufrimiento nos
quedan apenas restos fósiles. Las especies que no cambian biológica, ecológica
o socialmente cuando cambia su hábitat, están llamadas a perecer después de un
período de inenarrables sufrimientos.
Si la sal se corrompe…
Íbamos cambiando de país como de zapatos,
desesperados cuando en alguna parte sólo había injusticia, pero no indignación.
También el odio contra la bajeza desfigura las facciones. También la ira contra
la injusticia pone ronca la voz. Ustedes, sin embargo, cuando lleguen los
tiempos en que el hombre sea amigo del hombre, piensen en nosotros con
indulgencia.
Una sociedad humana que aspira a ser justa tiene
que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social
a todos sus componentes. Si no lo hace, estará creando desigualdades
artificiales.
Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor,
cuando uno muera, como resultado de su trabajo y su esfuerzo. Vivir simplemente
para gozar es una legítima ambición animal. Pero para el ser humano, para el
Homo Sapiens, es contentarse con muy poco. Para distinguirnos de los demás
animales, para justificar nuestro paso por la tierra, hay que ambicionar metas
superiores al solo goce de la vida. La fijación de metas distingue a unos
hombres de otros. Y aquí lo más importante no es alcanzar dichas metas, sino
luchar por ellas. Todos no podemos ser protagonistas de la historia. Como
células que somos de ese gran cuerpo universal humano, somos sin embargo
conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo por mejorar el mundo
en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan. Debemos trabajar para el
presente y para el futuro, y esto nos traerá mayor gozo que el simple disfrute
de los bienes materiales. Saber que estamos contribuyendo a hacer un mundo
mejor, debe ser la máxima de las aspiraciones humanas.
“Soy muy buen padre, pero muy mala madre”, lo cual
quería decir que era bueno para fecundar, para poner la semilla de una buena
idea, pero malo para la paciencia de la gestación y de la crianza.
Sin justicia no puede, ni debe, haber paz.
Una de las cosas más duras que tenemos que hacer
cuando alguien se nos muere, cuando nos lo matan, es vaciar y revisar sus
cajones.
Todo ser humano, la personalidad de cada uno, es
como un cubo puestos sobre una mesa. Hay una cara que podemos ver todos (la de
encima); caras que pueden ver algunos y otros no, y si nos esforzamos podemos
verlas también nosotros mismos (las de los lados); y una cara que sólo vemos nosotros
(la que está al frente de nuestros ojos); otra cara que sólo ven los demás (la
que está frente a ellos); y una cara oculta a todo el mundo, a los demás y a
nosotros mismos (la cara en la que el cubo está apoyado). Abrir el cajón de un
muerto es como hundirnos en esa cara que sólo era visible para él y que sólo él
quería ver, la cara que protegía de los otros: la de su intimidad.
Para mí, paulatinamente, se me va haciendo cada
vez más evidente que lo que más admiro es la belleza.
Todos tenemos en nuestras vidas algunas zonas de sombra.
No necesariamente son zonas vergonzosas; hasta es posible que sean las partes
de nuestra historia que más nos enorgullezcan, las que al cabo del tiempo nos
hacen pensar que, a pesar de los pesares, se justificó nuestro paso por la
tierra, pero que como forman parte de nuestra intimidad más íntima, no queremos
compartirlas con nadie. También pueden ser zonas ocultas porque nos resultan
vergonzosas, o al menos porque sabemos que la sociedad que nos rodea en ese
momento las rechazaría como odiosas o monstruosas o sucias, aunque para
nosotros no lo sean. O pueden estar a la sombra esas zonas porque de verdad, e
independientemente de cualquier tiempo o cultura, son hechos reprobables,
detestables, que la moral humana cualquiera no podría aceptar.
No eran sombras de este último tipo las que yo
hallé en los cajones de mi papá. Todo lo que encontré lo hace, ante mis ojos,
más grande, más respetable y más valioso, pero así como él no quiso que ni su
esposa ni ninguna de sus hijas las supieran, también yo dejo cerrado ese cajón
que sólo serviría para alimentar la inútil habladuría digna de telenovelas, e
indigna de una persona que amó todas las manifestaciones humanas de la belleza
y que fue, al miamo tiempo, espontánea y discreta.
Hay una verdad trivial, pues no hay duda ni incertidumbre
al decirla, que sin embargo es importante tener siempre presente: todos nos
vamos a morir, el desenlace de todas las vidas es el mismo.
Sabemos que nos vamos a morir, simplemente por el hecho
de que estamos vivios. Sabemos el qué, pero no el cuándo, ni el cómo, ni el
dónde. Y aunque este desenlace es seguro, ineluctable, cuando esto que siempre
pasa le ocurre a otro, nos gusta averiguar el instante, y contar con pormenores
el cómo, y conocer los detalles de dónde, y conjurar el porqué. De todas las
muertes posibles hay una que aceptamos con bastante resignación: la muerte por
vejez, en la propia cama, después de una vida plena, intensa y útil.
Casi todas las otras muertes son odiosas y las más
inaceptables y absurdas son la muerte de un niño o de una persona joven, o la
muerte causada por violencia asesina de otro ser humano. Ante estas hay una
rebelión de la conciencia, y un dolor y una rabia que, al menos en mi caso, no
se mitiga.
Para mí, que en este proceso de nacimiento-muerte
que llamamos vida estoy más cercano a la última etapa que a la primera, el tema
de la muerte se va haciendo cada vez más simple, más natural y aun diría que
más deseable. Y no es porque esté desengañado de nada ni de nadie. Tal vez todo
lo contrario. Porque creo que ha vivido plenamente, intensamente,
suficientemente.
Recordar es pasar otra vez por el corazón.
La vida a secas (lo verde, lo caliente, lo dorado)
es la felicidad.
Lo que se escribe con sangre no se puede borrar.
Poner en palabras la verdad, para que ésta dure
más que su mentira.
Hay un exilio peor que el de las fronteras: es el
exilio del corazón.
Un charco de sangre y un cuerpo tirado boca
arriba, cubierto por una sábana, igual a un cuadro de Manet que no sé si
ustedes conocen, pero si algún día lo ven
se acordarán.
Las canas están asociadas a la vejez, pero también
a la serenidad y a la sabiduría.
Ya somos el olvido que seremos.
No quiero imaginar el momento doloroso en que
también las personas que más quiero, hijos, mujer, amigos, parientes, dejarán
de existir, que será el momento, también, en que yo dejaré de vivir, como
recuerdo vivido de alguien, definitivamente.