Paula Hawkins
Mira. Mira lo que me has hecho hacer.
Hay algo reconfortante en el hecho de ver a
personas desconocidas en la seguridad de sus casas.
Sol radiante, cielos despejados, nadie con quien
jugar, nada que hacer. Vivir tal y como lo hago hoy día resulta más duro en
verano, cuando hay tantas horas de sol y tan escaso es el refugio de la
oscuridad; cuando todo el mundo está en la calle, mostrándose flagrante y
agresivamente feliz.
A veces me sorprendo a mí misma recordando la
última vez que tuve un contacto físico significativo con otra persona, sólo un
abrazo o un cordial apretón de manos, y siento una punzada en el corazón.
La vida no es un párrafo y la muerte no es un
paréntesis.
Son lo que perdí, son todo lo que quiero ser.
No puedo arriesgarme a mirar atrás. Eso es siempre
una mala idea.
Nunca he comprendido cómo la gente puede ignorar
como si tal cosa el daño que causa al seguir el dictado de su corazón.
Nunca le envidiaré su felicidad, sólo desearía que
pudiéramos disfrutarla juntos.
Nunca podría poner por escrito las cosas que de
verdad siento, pienso o hago.
Tampoco puedo enfadarme con él porque tiene
razones para mostrarse receloso. En el pasado, le he dado razones para ello y,
probablemente, volveré a hacerlo. No soy una esposa modélica. No puedo serlo.
No importa lo mucho que lo quiera, nunca será suficiente.
¿Cómo he llegado hasta aquí? Me pregunto cuándo
comenzó mi declive; en qué momento podría haberlo interrumpido. ¿Dónde tomé el
camino equivocado?
Le dejé pensar que él no era suficiente para mí.
Si pudiera simplemente descubrir cómo concentrarme
en esa felicidad y disfrutar del momento, sin preguntarme de dónde provendrá el
siguiente estímulo, todo iría bien.
Al cabo de un tiempo, la tristeza se vuelve
aburrida tanto para la persona triste como para la gente que hay a su
alrededor.
A los padres no les importa otra cosa que sus
hijos. Éstos son el centro del universo, lo único que importa. Nadie es más
importante, el sufrimiento o la alegría de los demás es irrelevante, no son reales.
Los agujeros de la vida son permanentes. Hay que
crecer alrededor de ellos y amoldarse a los huecos, como las raíces de los
árboles en el hormigón.
Me siento como si ya estuviéramos discutiendo aunque la
pelea sólo tenga lugar en mi imaginación.
Y en mi cabeza, los pensamientos dan vueltas y más
vueltas, vueltas y más vueltas.
Tengo la sensación de que me ahogo.
¿Cuándo comenzó esta casa a ser tan jodidamente
pequeña? ¿Cuándo mi vida a ser tan aburrida? ¿Es esto lo que de verdad quería?
No puedo recordarlo. Lo único que sé es que hace unos pocos meses me sentía
mejor y que ahora no puedo pensar, ni dormir, ni dibujar. La necesidad de huir
se está volviendo abrumadora. Por las noches, puedo oír en mi cabeza un susurro
bajo pero implacable e incontestable: “Escápate”. Cuando cierro los ojos, mi
cabeza se llena de imágenes de vidas pasadas y futuras, las cosas que soñé que
quería, las cosas que tenía y tiré. Me resulta imposible relajarme, pues todo
aquello en lo que pienso me lleva a un callejón sin salida.
Sé lo que supone querer a alguien y decirle las
cosas más terribles, bien por enfado o por sufrimiento.
Si no eres capaz de recordar lo que has hecho, es
tu mente la que rellena los huecos y no puedes evitar pensar en lo peor
posible…
Las particularidades de las familias de los demás
son siempre inescrutables.
No hay nada más doloroso y corrosivo que la desconfianza.
No debes tener miedo a estar sola. No es lo peor
posible, ¿verdad?
Pienso en lo que me dijo aquel profesor y en todas
las cosas que he sido: niña, adolescente rebelde, fugitiva, puta, amante, mala
madre, mala esposa. No estoy segura de que pueda reinventarme a mí misma como
buena esposa, pero como buena madre he de intentarlo.
Siempre hace lo mismo. Es su especialidad. Me hace
sentir como si todo fuera culpa mía y yo fuera una inútil.
No me puedo creer que hayamos llegado a esto, que la mayor felicidad que he conocido
nunca – nuestra vida conjunta – no fuera más que una ilusión.